El suceso
Su cuerpo yacía en medio de la carretera. La vi moverse, parecían espasmos. No me atrevía a acercarme; no sabía cómo había ocurrido ni por qué había decidido arrollarla. Pero ahí estábamos: ella tendida, apagándose, sangrando, sufriendo; yo inmobilizada, asustada, y, de alguna manera, involucrada.
Sergio había dedicado meses de esfuerzo a iterar sobre su producto. No quería resultados aproximativos; quería “el producto”, aquél capaz de abarcar todas las cuestiones éticas que habían planteado Luís y Ángela: por algo habían invertido en ellos.
La pareja había sido hábil encontrando situaciones hipotéticas que el producto debía saber resolver; fueron tantas las que llegaron a plantear, y tan rebuscadas, que el equipo de ingenieros las había catalogado de “artificiosas” y “poco probables”: «Dadas las siguientes tesituras, ¿cómo debería actuar para causar el menor daño posible?» preguntaba Ángela al equipo, mirando uno a uno con fijeza para asegurarse su atención. Y a continuación, tras su señal, Luís iniciaba la retahíla de supuestas circunstancias que darían lugar a un conflicto ético: «Supongamos como ocupantes a una familia con menores y, en la carretera, un adulto; imaginemos que el ocupante, en cambio, es alguien de la tercera edad y el potencial atropellado un menor. Pero sigamos: ¿qué debería hacer si el viajante fuese un científico y el obstáculo a evitar fuese alguien enfermo que necesita ser socorrido?».
Las prolongadas sesiones de debate, siempre acaloradas, supusieron un constante desafío. Luís y Ángela, doctos en el ejercicio de la reflexión filosófica, proponían tantos posibles escenarios conflictivos como modos de resolverlos. Sabían que estaban haciendo bien su trabajo. La empresa de robótica e inteligencia artificial se aseguraba, con ellos, conseguir lanzar un Sui-Uris infalible.
Sergio había ido siguiendo cada y una de las discusiones planteadas. De todos, era el más capacitado para abstraer los dilemas éticos y traducirlos en términos de ceros y unos, por lo que se le designó ser el Product Owner en el diseño del algoritmo que daría autonomía al coche.
Pasaron meses en los que Sergio diseñó, presentó, aceptó las críticas de mejora, rectificó, volvió a presentar y a rectificar. Fueron meses de intenso trabajo. Sergio no quería ser aproximativo; quería “el Sui-Uris” para hacer historia.
La sangre se escurría por los agujeros de la nariz. La respiración era irregular. El asfalto gris se teñía de rojo intenso. Había saltado la alarma de emergencia de Sui-Uris: pronto llegaría alguien para socorrerla. «¿Para socorrerla?», me pregunté. Y entonces dudé: ¿iba realmente alguien a querer socorrerla?. Creo que justo fue ése el momento en el que me di cuenta de por qué Sui-Uris había decidido arrollarla. Recuerdo que sacudí la cabeza para quitarme ese pensamiento de encima; el solo hecho de haber tomado conciencia de ese por qué me hacía sentir miserable pues, en cierta manera, me sentía involucrada.
Llegó el equipo de emergencias de carretera y, minutos más tarde, una ambulancia, un camión grúa (Sui-Uris había quedado destrozado) y un camión de bomberos. Como había sospechado, todas las atenciones se centraron en mí: «no creo que sobreviva. Pero lo importante es que usted se encuentre bien», dijo el señor más alto apoyando su mano sucia en mi hombro. «Anímese que todo saldrá bien, ya verá», espetó. Y entonces empecé a llorar. Y lloré durante todo el trayecto de vuelta. Y mucho más.
Me llevaron a mi destino; a Sui-Uris al suyo: el desguace. A ella… Con ella no supe qué hicieron hasta pasados unos días: había muerto, por lo que la habían llevado directa al crematorio. «Señora, era una cría, pero una vez muerta ya no sirve para nada, ¿no? No se ponga así, mujer, anímese que usted está viva», me dijo alguien, no recuerdo quién, cuando pregunté insistentemente por ella.
El suceso llegó a los medios. El comunicado de la empresa fue breve y aparentemente irrebatible, pues declararon que Sui-Uris no había fallado, sino al contrario: gracias a su inteligencia artificial el coche había salvado una vida. Sin embargo, lo que para la compañía suponía un éxito rotundo, para Sergio significaba una doble derrota: la primera, no haber sido capaz de prevenir todas las variables «aunque» -pensaba Sergio con rabia- «eso era trabajo de la pareja»; la segunda, y consecuencia de la primera, ser el responsable de una muerte « y, joder, apenas tendría un año de vida», se decía golpeándose con los nudillos la frente, como quien quiere eliminar una idea torturante.
Su cuerpo yace en la carretera aún en mi recuerdo. Veo apagarse sus inmensos ojos marrones. En mi memoria ella muere una y otra vez.